4, 5, 6, 7 e 8 de diciembre / 22:15 / Auditorio

Este ciclo intenta realizar una sencilla aproximación a algunos de los directores que marcaron la Nouvelle Vague, mostrando títulos de distintas etapas y con temáticas y estilos muy heterogéneos. Se trata de reflexionar siempre sobre su lugar en la historia del cine y la percepción de su figura hoy.
Hace seis décadas que el término Nouvelle Vague se utilizó por primera vez en un reportaje de L'Express para referirse a los cambios generacionales de los que crecieron en la posguerra y que iban a protagonizar el mayo del 68 o presenciar la liberación de Argelia. Se abría un tiempo nuevo que las películas galas iban también a reflejar con el movimiento cinematográfico que más ha marcado al cine europeo. Un grupo de jóvenes críticos salidos de la revista Cahiers du Cinéma, con la vista puesta en los grandes autores de Hollywood y deseando romper con todo academicismo, se lanzaron a dirigir y se erigieron precisamente en eso, autores.
Las contribuciones de estos cineastas llegan hasta nuestros días, con una influencia que se hace sentir, no solo en muchos directores del cine francés actual, sino en todos los realizadores mundiales herederos de la modernidad. En buena parte ha contribuido a ello el continuo acompañamiento crítico de la revista Cahiers du Cinéma, que igual de influyente ha resultado en quienes se dedican a escribir sobre cine. La evolución del movimiento ha ido siempre ligada al de una publicación que, como los cineastas, fue mudando en décadas posteriores.
Películas que integran el ciclo
Los primos (Les cousins, Claude Chabrol, 1959) – 105'
Con esta y El bello Sergio se ha dicho mucho tiempo que fue Chabrol quien inauguró la Nouvelle vague. Si tenemos solo en cuenta los largos, podríamos decir que esta afirmación es cierta. Más allá de estas consideraciones, Los primos se mantiene como uno de los trabajos más relevantes del realizador al inicio de su obra. De todos los turcos, quizás sea el que mejor haya reflejado las fobias y deseos de una pequeña burguesía en redefinición.
Aquí cuenta la historia de un joven estudiante de origen campesino que se muda a París para estudiar Derecho. En la capital se aloja en casa de un primo que parece solo interesado en los placeres más primarios que ofrece la gran ciudad. Con su actitud y costumbres, el chico se siente tentado a dejarse arrastrar, sobre todo cuando se cruza en la ecuación una bella e inteligente mujer que obnubila su razón.
Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l'échafaud, Louis Malle, 1957) – 90'
Habitualmente integrado en la Nouvelle vague, lo cierto es que Malle, a pesar de trabajar en los mismos años, nunca tuvo una relación directa con el núcleo duro de Cahiers y siguió su carrera en paralelo. Cuando se dispone a rodar la película que nos ocupa, su ópera prima, ya había trabajado como asistente de dirección para Jacques Cousteau y Robert Bresson. Su origen, por tanto, no estaba en la crítica, sino en la fotografía para cine. Esto se nota mucho en su aproximación a las historias que filma, siempre impecables en lo estético, elemento por el cual quizás dialoga bien con sus coetáneos y de ahí que, sin ponernos estrictos, nosotros también deseemos meterlo en el saco.
Considerado junto con Jean-Pierre Melville el mejor realizador de cine negro de esos años, lo cierto es que aquí comparte a su director de fotografía habitual, Henri Decaë, además de contar en la banda sonora con música original de Miles Davis. Su espectacular jazz da las notas a esta partitura de amores fatales, en que una pareja de amantes decide deshacerse del marido de la chica. Pero las cosas no salen siempre como uno las espera a la hora de cometer un crimen. Y si no que se lo digan a una angustiada Jeanne Moreau, en uno de los mejores papeles de la recién fallecida actriz.
El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963) – 104'
De todos los integrantes del movimiento, Godard fue el que de forma más obvia quiso experimentar con el lenguaje. Si en Al final de la escapada (1960) se cuestionaba las reglas del montaje y el sonido diegético y en Vivir su vida (1962) acometía la difícil tarea de “despiezar” en planos a su pareja, Anna Karina, interrogándose de forma crítica sobre la representación de la mujer en el cine; en El desprecio emprende un camino de experimentación narrativa en capas metacinematográficas, acentuado después en Pierrot el loco (1965), que ya no tiene camino de vuelta.
La primera en color, que explota de forma suntuosa, el filme es una adaptación de una novela de Alberto Moravia. En ella Godard pone a su adorado Fritz Lang a ejercer de director en la ficción, tomando un encargo de adaptar la Odisea de Homero. Su productor no está contento con el resultado, así que decide contratar a un escritor para revisar el guion. Entra también en escena su mujer, interpretada por Brigitte Bardot en el apogeo de su carrera. Objeto de deseo para el productor, la relación entre ella y su marido se deteriora ante la falta de celos de éste. En segundo plano, su historia se entrelaza con la de Penélope y Ulises en la mítica obra homérica.
Domicilio conyugal (Domicile conjugal, François Truffaut, 1970) – 100'
De Truffaut no se sabe si amaba más el cine o la vida. En todo caso, muchas veces con el primero se propuso imitar a la segunda, y a veces lo consiguió de manera magistral. Desde luego lo hizo en la serie con Antoine Doinel, personaje de ficción que interpretó por primera vez de niño Jean-Pierre Léaud en Los 400 golpes (1959). Conforme el actor iba creciendo, él y Truffaut filmaban nuevos episodios de su vida. Domicilio conyugal es el cuarto en la serie, de un total de cinco, que habrían sido más de no ser por la prematura muerte del realizador por cáncer a los 52 años.
En esta película Doinel se acerca a la treintena y está casado con Christine. Van a tener un hijo, así que el joven decide cambiar de trabajo y buscar un mejor empleo con el que alimentar al vástago. En su nueva empresa conoce a la japonesa Kioko, con la que tiene un romance. Antoine sigue teniendo una tendencia a saltar de flor en flor y se pregunta si Christine podrá perdonarle.
La marquesa de O (La marquise d'O, Éric Rohmer, 1976) – 103'
El otro gran cineasta del amor en este grupo fue Rohmer, que dedicó casi la totalidad de su carrera a analizar este complejo sentimiento. Si bien casi todas las historias de la Nouvelle vague son contemporáneas, a veces se atrevieron con el cine de época y Rohmer, junto a Jacques Rivette, fue quien más lo transitó.
Aquí adapta una novela alemana del XIX de Heinrich von Kleist que cuenta el saqueo de un castillo al norte de Italia por parte de tropas rusas. Un conde de este ejército corteja insistentemente a la marquesa que vive en él.
Entre los aspectos más revolucionarios de la película se cuenta el uso exclusivo de fuentes de luz naturales. El tándem de Rohmer con Néstor Almendros, con el que repite tras otro trabajo destacable, La coleccionista (1967), decidió estudiar bien el comportamiento de la luz en el castillo, sirviéndose de sus ventanas para captar secuencias que parecieran salidas de un cuadro.
Participantes
Nicolas Azalbert: Crítico de cine en la revista francesa Cahiers du Cinéma desde el año 2000. Forma parte desde 2009 del Consejo de Redacción de esta misma publicación, imprimiéndole un renovado y sencillo estilo que le ha permitido acercar a más lectores de todo el mundo. Es miembro del comité de selección del Festival de Biarritz América Latina desde 2013 y ha dirigido cuatro películas, Si no me ahogo (2003), Si fuera yo un helecho (2005), La Brasa Las Cenizas (2015) y La libertad de los fantasmas (2015).
Víctor Paz: Licenciado en Periodismo por la Universidad de Santiago de Compostela, trabajó como periodista especializado en cine en diversos medios radiofónicos y audiovisuales. Actualmente, forma parte del equipo del Centro Gallego de Artes de la Imagen (CGAI).
